16 noviembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Recordando a mi mascota

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Por Óscar Domínguez G. 

Siempre la recordamos en este mes con olor a gladiolos.  Fue un “ser humano” excepcional que durante 15 años se desplazó a nuestro lado en cuatro patas dando cátedra de lealtad, alegría, nobleza y fidelidad sin arrugas. Un buen día abrió el paraguas y viajó a la eternidad por la vía rápida de la eutanasia.

Como las metáforas no son del dueño sino del que las necesita, digamos que valió la pena vivir solo por compartir con ella su calidad y calidez caninas. Paz sobre la tumba de Yiya, nuestra French Poodle. Gracias a quienes nos envían flores virtuales en su memoria. Las penas con flores son menos.

Piratiando al poeta, digamos que cuando estábamos con ella, estábamos todos. Viéndola vivir, llegamos a la conclusión de que Diógenes había anticipando su biografía cuando acuñó su famosa frase: “Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.

Siempre estaba presentándonos respetuosos y alegres pliegos de peticiones agitando su cola, tempranamente “decapitada” por razones de falsa coquetería.

Por el mismo monótono e insulso alimento concentrado de siempre fue acompañante, nodriza, politóloga, gerontóloga, siquiatra, asesora de imagen, celadora que nunca dormía. En la amistad fue un Renault 4 amigo fiel.  Nos miraba con la ternura eterna del centenario perro de la Víctor.

Nos tenía como sus domadas mascotas, no al revés. Al otro lado de la cadena estábamos nosotros, no ella. En casa se hacía lo que nosotros le obedecíamos. Tenía una debilidad especial por los árboles porque en el Chanel depositado en ellos podía descifrar  el mensaje que le dejaban sus fugaces conquistas.

Cuando le llegaban los hervores sexuales practicaba una democracia sexual sin restricciones. No le interesaba el quién y el dónde, sino el qué y el cómo. A la hora de hacer el amor, le arrancaba al primer chandoso que le ladrara en la nuca. Por eso tenía la edad de los perros del barrio que suspiraban por ella.

Para defender su territorio le ladraba lo mismo a la luna, como los perros del poeta Silva, que, a un carro, ojalá último modelo para estar a tono con su alicaída aristocracia.

A diferencia de los gatos que viven en permanente martes 13, Yiya vivió siempre en domingo. O sea, todos los días lucía radiante. Nos contagiaba de su desbordado optimismo y de paso nos ahorraba visitas al siquiatra. Era su forma de aportar a la economía doméstica.

Empezó a morir cuando renunció a la curiosidad y a evadir el asedio canino. Se volvió retrechera con la calle que siempre  fue su norte, sur, oriente y occidente. Le llovieron achaques sin cuento. Una junta de veterinarios orientada por Angee, su amorosa Freud de siempre, concluyó que el mejor regalo que le podíamos hacer era una muerte juguetona. Lloramos lágrimas de carne y alma cuando nos dijo adiós con su mirada. No acepto ninguna reencarnación que no incluya a Yiya.