12 octubre, 2025

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El Bolívar que Petro Ignora

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Jose Obdulio Gaviria

Por José Obdulio Gaviria 

·      De la Guerra a Muerte a la Humanidad de Ayacucho.

Gustavo Petro ha erigido a Simón Bolívar como su máximo referente, pero no al Libertador maduro y visionario que forjó naciones, sino al joven de 1812: en ese momento, un hombre impulsado por la ira, la sed de venganza y un odio personal sin límites que lo impulsó a dictar el “Decreto de Guerra a muerte” hacia los españoles y canarios.

Esta versión del Bolívar todavía inmaduro (tenía 29 años) sin la sensibilidad ética y teórica que adquirió con la lectura de los filósofos de la Ilustración y el conocimiento de la historia de la civilización occidental (los derechos humanos, la constitución norteamericana, las leyes de la guerra y el estado de derecho, que enfatizan el respeto a la vida y el debido proceso). Petro y sus hordas marxistas, al adoptar el idea de la Guerra a Muerte, ignoran que el Bolívar estadista evolucionó hacia la humanidad y la reconciliación, no hacia la destrucción y el exterminio. Bolívar sí concibió una Colombia potencia mundial de la vida y no una potencia mundial del terrorismo y la muerte.

El decreto de «Guerra a Muerte», proclamado por Bolívar el 15 de junio de 1813 durante la Campaña Admirable, representa uno de los episodios más atroces de la independencia. Este edicto autorizaba la ejecución sumaria de españoles y canarios no alineados con la causa patriota, desatando una oleada de violencia que causó miles de muertes. Bolívar nunca lo promocionó como un orgullo definitorio de su liderazgo; al contrario, en su madurez, lo abandonó implícitamente.

Tras la batalla de Boyacá en 1819, cuando Santander ordenó fusilar sin juicio a Barreiro y sus soldados rendidos, Bolívar expresó su indignación, priorizando la clemencia sobre la venganza.

Este giro culminó en el Tratado de Regularización de la Guerra (1820), firmado con el general Morillo en Trujillo –el mismo sitio del decreto original–. Allí, ambos líderes derogaron formalmente la «guerra de exterminio» y establecieron normas humanitarias: trato digno a prisioneros, canje de cautivos y prohibición de castigos capitales por deserción o conspiración. Bolívar lo describió como «un monumento de liberalidad, humanidad y filantropía», manifestando el «horror» ante la devastación previa.

Qué contraste con los exabruptos de Petro blandiendo en la actualidad el estandarte rojo y negro asociado al terrorismo -igual que el del Ejército de Liberación Nacional (ELN)-, en lugar del tricolor republicano y democrático de la constitución de Cúcuta.

El corazón de Petro es hermano del ELN, de la perpetración de ataques que cuestan vidas inocentes. Su bandera simboliza violencia, injusticia y destrucción. Petro exhibe esa bandera –o su variante «guerra a muerte»– en actos públicos, incluyendo discursos donde la asocia con «libertad o muerte», una bandera que es emblema de un radicalismo que evoca el lado oscuro del Bolívar de principios del siglo XIX. En marchas y publicaciones, Petro la ondea para defender sus reformas, ignorando que el Bolívar admirado por los colombianos es el de la grandeza humanitaria, no el de la ira juvenil.

En pleno 2025, resulta inconcebible que un dirigente enarbole una bandera que evoca la voluntad atroz de condenar a personas por su nacionalidad, color de piel o credo, como se hizo con los españoles. Es una mentalidad retrógrada, indigna de un líder moderno y contraria al legado de un Bolívar que evolucionó hacia la clemencia y el respeto por la vida.

El punto culminante de la admiración universal por Bolívar se dio en Ayacucho, la batalla de 1824 que selló el fin de la presencia colonial española en el continente. Como relata Marco Fidel Suárez en Los Sueños de Luciano Pulgar, el trato del mariscal Sucre a los vencidos fue tan generoso que en España se sospechó de traición pactada.

Sucre permitió a los españoles recoger bienes, reunir familias y regresar a su patria sin represalias, priorizando la humanidad sobre la sed de sangre. Esta generosidad llevó a que «ayacuchano» se convirtiera en sinónimo de traidor en España, un prejuicio que subraya el impacto de la clemencia bolivariana. Los colombianos reverenciamos este Bolívar: el estadista que humanizó la guerra, no el vengador que Petro idealiza.

Las acciones recientes de Petro en Nueva York, durante la Asamblea General de la ONU, revelan una extensión peligrosa de esta deformidad. Portando un pin con la bandera roja y negra, llamó a una «revolución mundial» contra el «genocidio en Gaza», urgiendo a soldados estadounidenses a desobedecer al presidente Donald Trump y «obedecer la humanidad». Esto provocó la revocatoria de su visa por parte de EE.UU., calificado como incitación a la violencia.

Petro ha acusado a Israel de violar el derecho internacional y ha expresado apoyo implícito a causas palestinas, alineándose con grupos como Hamás, cuya carta fundacional proclama: «Israel existirá y continuará existiendo hasta que el Islam lo destruya, tal como ha borrado a otros antes». Presentar esta bandera en la ONU proyecta a Colombia como un Estado que adopta el terrorismo como estatuto, no la democracia.

Los colombianos, unidos, debemos detener a Petro en las elecciones de 2026. No podemos permitir que funcionarios del Estado parezcan hordas destructivas, promoviendo una guerra universal contra los judíos o la desobediencia a líderes legítimos.

Repudiemos el intento de convertir la bandera roja y negra –símbolo de muerte y atraso– en emblema nacional. Colombia merece el Bolívar de la paz, no el de la venganza. Es hora de defender la república democrática y rechazar esta visión del “bolivarianismo” criminal del Cartel de los Soles y del Tren de Aragua.