
Por Carlos Alberto Ospina M.
Después de un intervalo vuelven a emerger varias marchas de indignados que levantan la bandera palestina al mismo tiempo que escupen consignas en árabe mal pronunciadas y pancartas de “¡Pare ya el genocidio!”. Jóvenes con la kufiya en el cuello, profesores encrespados y tuiteros profesionales del sufrimiento forastero que caminan en defensa de un pueblo distante. Mientras en Colombia se multiplican los cementerios, las masacres de líderes sociales, los desplazamientos y los crímenes de lesa humanidad que al parecer no merecen rasgarse las vestiduras ni una historia de Instagram. Sí, somos la patria de la rabia postiza e importada.
No es pecado preocuparse por las atrocidades de la guerra entre Hamás e Israel. La empatía internacional es valiosa para ejercer presión a fin de lograr el cese al fuego definitivo y la paz duradera. No obstante, hay cierto nivel de ironía en el momento en que los manifestantes agresivos se autoproclaman guardianes de los derechos humanos globales, pero en el ámbito particular les importa un bledo la crisis humanitaria en Chocó, Arauca o el Catatumbo a raíz de enfrentamientos que dejan pueblos enteros confinados y arrasados por el salvajismo. La parroquia no genera likes ni permite posar de intelectual comprometido con las causas ajenas.
El enojo selectivo es un fenómeno tan colombiano como el tinto y el fanatismo político. Así es que algunos se encolerizan cuando el asunto es bastante apartado para no implicarlos. Además, el Medio Oriente es una disputa segura que no exige una reflexión acerca de las propias violencias que incomodan; tales como mirar a los ojos al gobierno, a los grupos armados organizados, a los corruptos, a la indiferencia ante la pobreza y en especial, a nosotros mismos.
Cosa de ver en diferentes universidades charlas, colectas, murales y ‘círculos de solidaridad’ con Palestina. Un conflicto retirado, abstracto y perfecto para ejercer la superioridad ética sin riesgo ni contradicción. Una especie de narrativa épica que fascina, porque se trata de un pueblo oprimido frente a un enemigo poderoso; es decir, blanco y negro, víctima y verdugo. Sin embargo, los campesinos despojados del Cauca, las comunidades wayuu exterminadas, los transportadores asesinados, los damnificados por el invierno y los niños que mueren de hambre en la Guajira no inspiran similar fervor militante que el bombardeo israelí, puesto que el desamparo criollo no tiene suficiente estética revolucionaria.
En suma, es la geopolítica de la hipocresía: duele lo que pasa lejos y anestesia para lo que ocurre al lado. Claro está que no se trata de oponer una tragedia a otra, dado que ambas son terribles, más bien consiste en desnudar la doble moral con apariencia de activismo de clase media ilustrada. Tanto de ello, que enfurecerse por Palestina funciona a manera de certificado de pureza ideológica. Es un tipo de accesorio ‘decente’ que supuestamente no marcha por justicia, sino por identidad para demostrar que se pertenece al bando correcto, el de “los buenos que sí sienten”.
Los autodenominados defensores de la humanidad están muy ocupados traduciendo consignas en árabe y compartiendo infografías de la ONU. En cambio, no les escandaliza las comunidades enteras que permanecen confinadas por el fuego cruzado entre disidencias Farc, ELN y Clan del Golfo. Tampoco, los alborota el silencio ante la crueldad, los hambrientos y los olvidados por el Estado.
La solidaridad que llora por el extranjero a la par que ignora el padecimiento del compatriota es una manifestación pública de cinismo e indolencia.
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