Por Jorge Mario Gómez Restrepo*
Hay una violencia que no siempre estalla con el estruendo de una bomba. Es una violencia silenciosa, lenta y metódica; una que se arrastra por las cocinas vacías, los campos arrasados y los cuerpos debilitados de niños y ancianos. Esta violencia es el hambre, y cuando se utiliza deliberadamente para doblegar a un pueblo, se convierte en un arma de guerra tan letal como cualquier misil. Lo que estamos presenciando en Gaza no es una desafortunada consecuencia humanitaria del conflicto; es la ejecución de una estrategia militar calculada: la inanición deliberada de una población civil, un crimen de guerra en toda regla.
Pocas cicatrices son tan profundas o crueles como las infligidas por el hambre intencionada. Esta táctica no es nueva, debemos recordar su pasado. En el Holodomor ucraniano de 1932-1934, Stalin condenó a millones de personas a morir de hambre mediante la confiscación de cosechas y el acorralamiento de aldeas enteras. El asedio de Leningrado, por las fuerzas nazis dejó a su población durante casi 900 días, postrada en una hambruna total. Estos fantasmas de la historia demuestran un patrón: el hambre provocada sirve para exterminar, para controlar, para castigar, para expulsar. Es una táctica barata, sigilosa y devastadora que ataca el tejido mismo de la sociedad.
Esta arma ha resurgido con una fuerza aterradora en las últimas décadas. Hemos visto cómo se ha empleado en ciudades sirias para forzar su rendición, Yemen y Etiopía, también son otras de las regiones, en las que el bloqueo de alimentos y medicinas hacen parte de la estrategia de guerra.
Gaza, por tanto, no es un caso aislado. Es la manifestación más reciente y flagrante de una tendencia global hacia el desgaste de las normas humanitarias más básicas. Pero la escala y la intencionalidad la convierten en un caso emblemático.
Lo que distingue a la catástrofe en Gaza es la intencionalidad expresada públicamente. Cuando el 9 de octubre de 2023, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, anunció un «asedio total» a Gaza, sus palabras no dejaron lugar a dudas: «Sin electricidad, sin comida, sin agua, sin combustible, todo está cerrado». Otros altos funcionarios se hicieron eco de esta postura, condicionando la entrada de ayuda a objetivos militares. Esto no es un daño colateral; es una política declarada.
Israel ha ofrecido diferentes justificaciones para sus acciones, entre ellas: preocupaciones de seguridad nacional, la acusación de que Hamás desvía la ayuda humanitaria destinada a la población civil y las complejidades logísticas que implica distribuir insumos básicos en medio de una zona de guerra activa. Estas razones han sido presentadas públicamente para fundamentar el cierre de los cruces y las restricciones al ingreso de suministros esenciales.
Las fuerzas israelíes han bloqueado deliberadamente el suministro de agua, alimentos y combustible, y han obstaculizado intencionadamente la ayuda humanitaria. No se trata solo de cerrar los cruces. Imágenes satelitales confirman cómo zonas de cultivo han sido sistemáticamente arrasadas, convertidas en tierra quemada, según información de Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Para diciembre de 2023, la población de Gaza ya representaba el 80% de todas las personas en el mundo que padecían hambre catastrófica, según la ONU. El Programa Mundial de Alimentos informó que nueve de cada diez familias en el norte de Gaza pasaban días y noches enteros sin comer.
Declaró Michael Fakhri, Relator Especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación: «Nunca hemos visto a una población civil sufrir tanta hambre de forma tan rápida y completa… Privar intencionalmente a la gente de alimentos es claramente un crimen de guerra». Su conclusión fue aún más terrible: «Israel está matando de hambre a Gaza. Es genocidio».
Frente a esta barbarie, el derecho internacional es inequívoco. Hacer padecer hambre a la población civil como método de guerra está absolutamente prohibido por los Convenios de Ginebra y sus Protocolos Adicionales. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) lo tipifica como un crimen de guerra. De hecho, el derecho a no padecer hambre es considerado un derecho humano «fundamental» y «absoluto», una obligación mínima que los Estados deben garantizar incluso en emergencias.
En un hecho sin precedentes, en noviembre de 2024, la CPI emitió órdenes de arresto contra el primer ministro Benjamín Netanyahu y el ex ministro de Defensa Yoav Gallant, mencionando específicamente el crimen de guerra de inanición. Se trata de un «hito histórico», la primera vez que se persigue la hambruna como un delito independiente ante un tribunal internacional. Esta orden judicial de la CPI obligó a volar por rutas alternativas sobre el mar Mediterráneo a Netanyahu cuando se dirigía a las Organización de Naciones Unidas (ONU) tan sólo la semana pasada, con el fin de evitar el espacio aéreo de países firmantes del Estatuto de Roma, quienes están obligados legalmente a ejecutar órdenes de detención emitidas por la CPI.
La comunidad internacional, y en particular las potencias que tienen influencia sobre las partes en conflicto no pueden seguir siendo espectadoras. Lo que ocurre en Gaza nos exige a todos. Nos obliga a confrontar la idea de que, en el siglo XXI, un ser humano puede utilizar la necesidad más básica de otro —el alimento— como un arma para matarlo lentamente. No podemos debatir definiciones técnicas mientras los niños mueren de desnutrición. El hambre en Gaza no es un hecho inevitable; es una decisión, una política, un crimen. Ponerle fin y exigir responsabilidades no es una cuestión de política, sino de humanidad fundamental. (Opinión).
*Abogado Universidad Libre, especialista en instituciones jurídico penales y criminología Universidad Nacional, Máster en derechos humanos y democratización Universidad del Externado. Especialista en litigación estratégica ante altas cortes nacionales e internacionales. Profesor Universitario.


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