
Por Juan Camilo Bolaños Pérez*
Nuestra Constitución Política, hoy más vigente que nunca, reconoce como garantía fundamental de todos los colombianos el derecho a la intimidad personal y familiar, así como al buen nombre. Se trata de un derecho que el Estado no solo debe respetar, sino también garantizar.
En el ámbito de las comunicaciones privadas, la regla es clara: son inviolables. La excepción —limitada y estrictamente regulada— es la posibilidad de interceptarlas con autorización judicial, en los casos expresamente previstos por la ley y cumpliendo rigurosas formalidades.
Un debate urgente
En medio de los recientes procesos judiciales que involucran al expresidente Álvaro Uribe y al gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, vuelve a surgir una pregunta tan delicada como incómoda: ¿es legítimo que la justicia autorice interceptaciones telefónicas cinco años después de los hechos investigados? ¿Será legítimo que además se tenga como prueba en un proceso judicial, la interceptación de comunicaciones entre el procesado y su defensor?
La inquietud no es meramente académica. Tras este tipo de decisiones se esconde una práctica que, más allá de lo político y mediático, pone en jaque el derecho fundamental a la intimidad y abre la puerta a la arbitrariedad.
El derecho a la intimidad en entredicho
El artículo 15 de la Constitución consagra una esfera privada inmune a intromisiones arbitrarias. Sin embargo, esa frontera entre lo público y lo privado parece desdibujarse cuando se trata de procesos judiciales de alto calibre.
La Corte Constitucional ha sido categórica: interceptaciones sin el cumplimiento de los requisitos legales son contrarias al orden democrático. Pero cuando se autorizan años después de los hechos investigados, la proporcionalidad y la necesidad de la medida resultan, cuando menos, cuestionables.
Requisitos que no son opcionales
Para que una interceptación sea válida, la ley exige una orden judicial motivada, proporcionalidad en la medida, razonabilidad en el tiempo y control judicial posterior. ¿Qué tan razonable es escuchar conversaciones de hoy para esclarecer conductas de hace un lustro?
La temporalidad, lejos de ser un tecnicismo, constituye la esencia misma de la validez de la prueba. Ignorar este límite abre la posibilidad de que cualquier ciudadano quede expuesto a una vigilancia indefinida bajo la excusa de investigaciones pasadas.
Consecuencias de la extralimitación
La Corte Suprema ha reiterado que pruebas obtenidas mediante interceptaciones tardías, sin sustento o con engaño al juez de garantías, son ilícitas e inutilizables. Además, quienes las ordenen podrían enfrentar consecuencias disciplinarias o incluso penales.
Paradójicamente, en la práctica estas medidas suelen mantenerse y producir un impacto político inmediato, aunque al final sean anuladas. La reputación de las personas y la confianza en la justicia quedan dañadas de manera irreversible.
Una tendencia preocupante
No es la primera vez que ocurre. Sentencias como la C-594 de 2014 y la SP10546 de 2015 han advertido sobre la necesidad de controles estrictos. Pese a ello, la jurisprudencia reciente ha venido “flexibilizando” las exigencias constitucionales y legales, convirtiendo lo que debía ser una excepción en una peligrosa regla general.
Los casos de Uribe y Rendón evidencian una auténtica crisis en la protección de la intimidad. Prohibiciones tajantes, como la inviolabilidad de las comunicaciones sin orden judicial, el secreto profesional o la reserva de las comunicaciones entre abogado y cliente, están siendo diluidas a través de interpretaciones que terminan debilitando la garantía constitucional para favorecer procesos de alto impacto mediático.
El mensaje que envía la justicia
El mensaje que dejan estas prácticas es inquietante: en Colombia, la intimidad de cualquier ciudadano —sea expresidente, gobernador o persona del común— puede convertirse en moneda de cambio en procesos donde pesan más la presión política y el espectáculo público que los límites de la ley.
Si la justicia ignora los tiempos, ignora también la Constitución. Y cuando se borra la línea entre legalidad e ilegalidad, lo que se erosiona no es solo un proceso particular: es la credibilidad misma del Estado de derecho.
* Abogado de la Universidad Santo Tomás de Bogotá, especialista en derecho penal de la Universidad EAFIT, Máster en Política Criminal de la Universidad de Salamanca, España. Consultor, asesor y litigante en asuntos relacionados con derecho penal, extinción de dominio y gestión de riesgos punitivos. Miembro del Instituto Colombiano de Derecho Procesal y Mediador del Centro de Mediación Penal de la Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia.
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