15 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Mis abuelas Rosa y Amalia

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Por Oscar Domínguez G. (Foto la de gafas).

Retomo un paralelo entre mis abuelas Ana Rosa Jiménez Rojas, de La Ceja adentro, y Amalia Calle Botero, jericoana, como la Madre Laura, pero más milagrosa. 

Mamá Rosa vivió en tres siglos. Nació a finales del siglo XIX, se parrandió todo el XX, y abrió el paraguas a principios del XXI. Mi abuela Amalita hizo su camino a Ítaca en una cincuentena de años.  

Ambas criaron a la muchachada a punta de esa segunda trinidad bendita que cantó Gregorio Gutiérrez González: frisoles, mazamorra, arepa.

En ninguna de las casas se celebraba nada. ¿Día de la mujer o de la madre? Negativo al cien. Celebrar era perder plata y tiempo. Para ahorrar, juntaban primeras comuniones. 

Ambas confeccionaban la ropa de la prole en máquinas Singer de mano. Los menores heredaban de los mayores. La ropa se hacía con ventajita para que durara. ¿Carro particular? ¡Nanay! 

De tanto guardar lutos, vivían en blanco y negro, como en las películas del cine mudo. Guardaban luto todo un año, cuando el “interfecto muerto” era cercano. De pronto, a los seis meses rebajaban a medio luto.  

Las abuelas tenían a Dios por copartidario. En mayo no “mancaban” los Mil Jesuses para que no faltara nada en la mesa. Eran de rosario diario, misa, confesión y comunión domingos y fiestas de guardar.

Aparte de la pomada Peña para ellas y jabón de tierra pa’ todos, no había mayores concesiones a la vanidad. No se habían inventado las manicuristas.

Como me he ganado la vida escribiendo en periódicos, no diré para que más, aparte de empacar la carne, se utilizaba en sus casas la prensa vieja cuando íbamos al baño. 

Después de los partos, las aves de tacaño vuelo pagaban el pato porque la dieta ordenaba gallina durante cuarenta días. Criar hijos para el cielo era la única opción que tenían para tomar vacaciones. Terminada la cuarentena los abuelos volvían a disparar con escopeta de regadera y “habemus” otro petacón. 

Mis abuelas repetían que “los hombres en la cocina huelen a rila de gallina”. No pregunten por qué muchos en la familia no nos dejamos ver de un brócoli. 

Ellas tenían la filiación política de sus esposos liberales. ¿Por quién vamos a votar hoy?, preguntaban en elecciones. Caritativas a morir, tenían limosneros propios.

No conocieron el mar ni el cine. La lúdica no se había inventado. Solo conjugaban el verbo trabajar.  La radio hacía las veces de prensa, televisión, internet.   

La abuela Amalia se daba un lujo: armaba sus propios tabacos. El abuelo Lubín fumaba por él y por su mujer.

Como no existía ese preservativo de pared llamado televisor, se dedicaron a hacer muchachos, siguiendo el mandato bíblico. En su casa de El Bosque, vereda de Montebello, mamá Rosa tuvo 18 hijos y seis novedades. Amalita paró en diez petacones. Para estar a la moda, llegaron al matrimonio sin saber qué diablos era un orgasmo. 

Coquetería, Rosa y Amalia te llamaría. No les faltaban los colgandejos.

La abuela jericoana no se dejaba retratar. La abuela Rosa gozaba retratándose con los nietos. “Pero esperen me pongo el brasier”, dijo una vez, en su ocaso, poco antes de que se fuera a vivir dentro su propio olvido, convertida en “flor desmayada”, como la llamó su nieta Lucy. El señor Alzheimer había llegado en las puntas de los pies.  ¿Cómo no recordarlas eun día como hoy? (Opinión).

 (Textos publicados en El Tiempo, en dos columnas) 

Pie de foto: Mis abuelos Amalia y Carlos