
Por Gerardo Emilio Duque G.
Estaba interno en un hospital un parroquiano por problemas intestinales. Un día lo tenían sin comer nada y desesperado pedía un plato de comida para saciar el hambre. Cada vez que pedía alimentación el medico decía no, háganle un lavadito. Durante cuatro días lo tuvieron a punta de lavados y nada para comer. Al quinto día el parroquiano le preguntó a la enfermera: ¿niña usted sabe más o menos cuánto vale cada lavadito? No señor, por qué contesto ella. Es que yo quiero invitar a ese médico a almorzar a mi casa.
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Veníamos de Vegachí Diego Jaramillo Pereira, Nevardo Toro y este servidor. Cansados de tanto trajinar nos entramos a un estadero con piscina que había en la vía. Nos bañamos en la piscina y ya cambiándonos para venirnos para Medellín no teníamos toalla. Nevardo cogió un poncho de la Fábrica de Licores pa’ quitarse la pantaloneta, pero se le olvidó que los ponchos tienen un hueco en la mitad. Y un niño que estaba en la piscina lo vio y dijo: miren el culo de ese señor.
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El mismo amigo Nevardo tenía una finca en el municipio de Frontino. Hacienda acogedora y paradisíaca. Fuimos invitados a pasar una noche en el predio y estuvimos hasta el amanecer escuchando música vieja y contando anécdotas. Mi hermano Jorge el magistrado y yo al amanecer, tipo siete de la mañana nos sentamos en el corredor de la finca a morirnos del guayabo y para acabar de ajustar estaba lloviendo, como si fuera poco escuchando el disco Penas Amargas. No era aburrición, era jartera lo que teníamos. De un momento a otro apareció un parroquiano en un caballo y empezó a presumirnos el animal. Miren señores miren galopón, vea galopón, trochón, trochón, calentón avispadóon. Yo le pregunté: cuánto vale ese caballo y el contestó: cinco millones y Jorge y yo le contestamos simultáneamente: carón, carón.
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Un gran amigo nuestro, conocido por todos los políticos, conversador y querido, tenía el vicio de estarse permanentemente rascándose las bolas. Le decíamos rascaguevas Q.E.P.D.
En una oportunidad le invité a un asado en El Peñol a un grupo de amigos y líderes del partido. Para atender la gente se compraron cincuenta porciones de solomito, pero me quedé corto porque asistieron setenta. Todo embalado le pregunté a los organizadores: qué hacemos y de pronto se me ocurrió poner al amigo rascaguevas a voltear las carnes. Le dije que lo hiciera con las manos que era más práctico. Así fue, el asado se hizo. Comieron treinta personas y sobraron veinte carnes.
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