4 noviembre, 2025

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El amor que nos completa 

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Carlos Alberto Ospina

Por Carlos Alberto Ospina M. 

¡Qué falta hace la presencia y la voz de quien nos dijo por primera vez: “mi amor”! En el momento que uno deja de escuchar esa auténtica melodía comprende la dimensión de su orfandad.  

Hay ausencias que se siente en la piel de la voluntad y golpean con la contundencia del insomnio porque andan despacio y desgarran por dentro. La pérdida de una madre es un abismo sin fondo que reproduce el eco interminable de “por qué te fuiste” y de manera simultánea, instala el dolor sin entregarla al silencio ni abandonar su recuerdo. 

La intérprete del mundo nos enseñó a nombrar las cosas, a ver los peligros, a identificar la malicia, a tener gratitud y contra la propia voluntad tragarnos la emulsión de Scott. La desobediencia a su capacidad premonitoria concluía con un chichón en la frente y un contundente “¡se lo dije!”

De forma impasible, el pensamiento sigue creando ruido a semejanza del latir que se escucha sin cesar, al mismo tiempo que una lágrima abre camino hasta tocar el borde de los labios en virtud de la imagen de mamá que se niega a desaparecer.  

De golpe, irrumpe el sonido de su pausado caminar, el primer saludo de la mañana, “cómo durmió mijo”; el recordatorio de las tareas pendientes, el antojo aplazado y el aroma del café que brota de la taza que perdió el agarradero. 

Lejos, un disimulado estornudo llama a su espíritu sobre la cama. Al lado, la libreta de recetas de cocina y el medio para anotar, de carrera, el número telefónico de una vieja amistad. Después, no conseguía interpretar el garabato. “Hijo, ¿qué puse aquí?”. ‘Ni idea madre’.  A carcajada tendida pasan los minutos intentando descifrar la escritura mal trazada, a medida que relataba el agua pasada de las vicisitudes o desmenuzaba la memoria acerca de un suceso personal. 

El rostro marcado de una señora que cruza la calle con relativa dificultad, causa la invención de un parecido físico que invita a salir corriendo a abrazarla; pero aquella mujer, obvio, no es mi mamá. Pues entonces, algo más perturba la consciencia. El guiso escapado de una cocina oculta trae consigo la evocación de las celebraciones especiales y el encuentro de la familia. Al morir la madre a todos nos cuesta volver a los lugares donde fuimos felices.  

Esta carencia es como un cinturón de lastre que sumerge el ánimo, ahoga el canto y atrapa la ternura acomodándose menos lejos de lo que creíamos. Una vez que parte hacia la morada de los bienaventurados, ya no se vuelve a escuchar “mi amor, todo va a estar bien”

A veces, cuesta entender ciertas circunstancias de la vida, tanto que lastima renovar la inquietud interior por su partida, cuando las cosas bellas están cubiertas de polvo y a una voz, las heridas suplican perdón. Menos mal, ella no es ni fue perfecta, razón humana que pone de presente varias injustas recriminaciones que, hoy, llevan a algunos a recordar con pena su ausencia. 

No hay nada escrito que logre representar a una mamá que, de una vez para siempre, seguirá inalterable en los gestos, las miradas, las caricias, la lágrima viva, el abrazo y la alegría de regresar a casa para que nos acompañe en cada acto de nuestra existencia. Gracias a Dios y a ella.