Por Claudia Posada
Me declaro reincidente en el asunto de mortificarme por la torpeza que significa (con los problemas tan graves del país) el quedarnos echando culpas para un lado o para el otro; o mejor, como pueblo ignorante en materia de formación política, poniéndonos a favor o en contra de estos o de aquellos, mientras ellos diseñan y adelantan hábilmente las tácticas convincentes que, en el marco de la estrategia que se llama “tergiversación de la verdad” (pero que no lo nombran así en sus planes) arrastra incautos que sirven a sus causas. A la medida de las clases dominantes, como dueños de las decisiones al servicio de aquellas castas, lanzan sus proclamas y así, cual borregos, les estamos fortaleciendo su juego nosotros ciudadanos del común, creyéndoles. Cuando digo “ellos” me refiero a un montón de vividores que se aprovechan de su estatus público para abusar de las arcas del Estado. Son políticos de tiempo completo, algunos en ejercicio disfrutando las mieles de sus privilegiadas curules, otros ocupando distintos cargos en alguno de los poderes públicos y que se apoyan mutuamente fomentando en los contratistas de profesión la ambición desmedida. Vemos también a muchos del sector privado que saben lucrarse de jugosos, muy jugosos contratos; contratos millonarios de los que quedan amplísimos márgenes de ganancias para ejecutores, también para los que los contratan e igual para los que solicitan que se les contrate. Obviamente todavía quedan algunos políticos de los decentes de siempre, al igual han entrado uno que otro con buenas intenciones y se sostienen en ellas, otros en el camino se tuercen. Mientras como ciudadanos del montón, de puro ingenuos, seguimos defendiendo a los de una orilla o a los de la otra, en tanto benefactores y beneficiados de la contratación corrupta, se totean de risa con sus bolsillos abultados.
Todos los días nos demuestran que en una orilla y en otra hay perversidad, aunque sin duda alguna también nos han venido demostrando que hay una orilla más, mucho más fangosa que la otra. ¿Será simplemente porque lleva más tiempo gravitando por nuestro mundo político? En todo caso, creo no ser la única harta de confrontaciones irritantes de las que nada en claro se saca, mientras los problemas crecen y las soluciones se empantanan. Es una lástima que en Colombia, el país de la desigualdad aterradora, no tengamos formación política para saber, mínimamente, cuáles son las herramientas democráticas al alcance de los ciudadanos y cómo superar las talanqueras que atraviesan para que el pueblo no pueda impedir los abusos de poder; además, la inmensa mayoría no lee, no ve entrevistas a personalidades serias responsables de lo que argumentan -independientes de sectores comprometidos con estos o aquellos-; parece que comúnmente hablamos, apoyamos o criticamos sin criterio propio, simplemente porque informarnos de fuentes con toda credibilidad nos parece aburrido o tediosos; el ruido mediático de ahora nos tiene viendo u oyendo a los de las sentencias acusatorias, las que dictan algunos periodistas irresponsables en el afán de sobresalir. Y ni hablar de cuánto les creen a los “influenciadores” de moda. Me declaro saturada por culpa de los que siguen dividiendo, de los que ya están envenenados y de los venenosos también; indigesta por el círculo vicioso creado para que estemos como corcho en remolino dándole vueltas a lo que no podemos resolver porque no está en manos de nosotros individualmente. Resulta que, para combatir las mentiras, la desinformación, las triquiñuelas y manipulación de la verdad, ni siquiera la voz del pueblo tiene el arma, porque al colectivo lo desarma cualquier acuerdo oculto, o cantado: como el de ocho miembros de la Comisión Séptima del Senado que irónicamente demostraron su poder por encima de miles de colombianos en las calles de Colombia. En adelante veremos cómo se impide que los instrumentos del poder ciudadano consignados en la Constitución para el ejercicio de la democracia participativa, con el fin de defendernos de los abusos de la democracia representativa, se van abajo fácilmente. Echando mano de la normatividad construida por el Congreso para atajar al pueblo sin necesidad de la violencia física, las consultas populares y herramientas similares, son muy difíciles de surtir, tienen requisitos que son interpuestos como refugios para proteger las conveniencias de los congresistas. Y si acaso el pueblo insiste, pues entonces se van a pedir auxilio al exterior cargando maletas de tergiversaciones.
Recuerdo todos los días de los últimos años, las teorías de “Resolución Pacífica de Conflictos” escritas en textos de reconocimiento internacional y también divulgadas mediante talleres con los mismos profesores de Harvard expertos en el tema, las que fueron replicadas por profesionales estudiosos de estos asuntos. Repasando, creo recordar cómo llegaron hasta Medellín tales doctrinas para poner en práctica en los entes gubernamentales con el apoyo decidido del gobernador en aquel entonces Gilberto Echeverri Mejía y el beneplácito de Álvaro Uribe Vélez. Son tesis para la resolución de conflictos que van desde los cotidianos y más simples, hasta los más difíciles y muy complejos como los que padecemos en Colombia por años, a los que no se les ve salida porque en los escenarios de las decisiones no hay el interés inequívoco de trabajar por el bienestar colectivo entendiendo que éste nace del cumplimiento de los deberes y obligaciones de cada sector de la sociedad, asumiendo los compromisos en concordancia con el bien común por encima de ambiciones desbordadas que no escatiman en ilegalidades.
Definitivamente los intereses de la clase política en general no coinciden con las necesidades del pueblo. Cuando un político de cualquier color, cargo o tendencia ideológica pone los hechos bajo su control -gestiones y ejecutorias- a caminar en sintonía con el discurso y mensajes que manifiesta se le puede creer hasta que demuestre lo contrario. Cuando lo que declara va en contravía de sus ejecutorias, no hay porqué creerle.


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