
Por Francisco Becerra
Por mis actividades en la agroforestería, tengo mucha comunicación con lo que suele denominarse como “gente del común”, es decir, personas humildes y trabajadoras.
Últimamente, por achaques de salud producto de mis bien vividos 73 añitos, he compartido con ciudadanos de los estratos menos favorecidos en la antesala de los exámenes médicos o de los especialistas. Esto me ha permitido observar rasgos culturales marcados en la forma como se comportan las personas dependiendo de su mal llamado estrato social.
Entre más humilde sea su origen, más cordial es. Llega saludando, se despide, solicita los servicios con respeto a las secretarias o enfermeras, da las muchas gracias con sentimiento y desea un buen resto de día a los que están a su lado.
Si son de los llamados estratos superiores, pocas veces saludan, exigen de mala forma los servicios y se quejan por todo. Siempre hay un “pero” para todo; jamás se despiden y, si agradecen, lo hacen con desdén.
En los reclamos de los medicamentos sí que se observan estas actitudes.
Traigo esto a colación para exaltar la enseñanza que las familias populares le dan a sus hijos, enseñándoles a saludar, dar las gracias amablemente y despedirse; incluyendo el “señor” o “señora”, aunque se demore un poquito. También es característico el “bendición mamá o papá”, contestado con el “Dios lo bendiga, hijo”.
Tuve una experiencia sublime en la ceremonia de graduación de bachillerato de una alejada vereda de los llanos orientales. Todos los graduados, 24 jovencitos (15 mujeres y 9 hombres), con su toga de graduación prestada por el colegio rural, cantaron con frenesí patriótico el himno nacional y el joropo llanero “Ay mi llanura”, que es el himno del departamento del Meta.
Todos los hijos agradecían a sus orgullosos padres, que iban vestidos con sus mejores galas. El agradecimiento a los docentes rurales era explícito y el orgullo de los maestros se manifestaba en sus rostros. Aunque lo duden, en Colombia todavía hay apóstoles de la educación y están en su mayoría en el campo.
Asistí a un evento cívico singular, lleno de simbología patriótica y grandes reflexiones sobre el futuro de esos jóvenes bachilleres.
Todos querían trabajar para seguir estudiando. ¿Dónde está el trabajo? Esa es la gran cuestión. En un diálogo que entablé con esos muchachos, en lugar de dar una típica oración de estudios de un antiguo Ministro de Educación, les pregunté dónde querían trabajar. La respuesta más frecuente fue: En el exterior, para ganar mejor, poder estudiar y enviar dinero a sus padres.
Una niñez bien educada por sus padres y enseñada medianamente por sus maestros tiene como ambición irse al exterior porque, según ven en sus celulares, allá estarían mejor que en su patria.
Toda palabra que añada a esta reflexión sobra; solo diré: Esto no puede continuar así.
Ñapa: Solo 2 de 24 graduados querían quedarse en el campo con sus padres.
Ñapita: Toda ley que no busque dar empleo remunerado fácil e inmediatamente a los jóvenes es un crimen social. Desafortunadamente, la reforma laboral próxima a ser aprobada, en lugar de dar trabajo, suprime de tajo mínimo 500.000 empleos según estudios del Banco de la República.
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